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Burning Man: mi más reciente exploración en el arte de soltar

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The Slow BurnEmpiezo a teclear con una sensación abrumadora de derrota. No porque el viaje de finales de agosto al que voy a referirme saliera mal, sino porque creo casi imposible trasladar a texto lo vivido. Ningún adjetivo es suficiente para describir lo que realmente supone experimentar «Burning Man». De hecho, diría que las palabras no alcanzan, tampoco las fotos o los vídeos. Pero comencemos por el principio.

El viaje se gestó en noviembre mientras cruzábamos el Atlántico desde Lisboa hasta San Juan, durante un almuerzo en compañía de Kay Morrison, un ser luminoso de sonrisa fácil y conversación infinita. Fue ella quien me habló de algo que mi subconsciente albergaba desde hacia al menos diez años: un lugar en medio del desierto de Nevada, en Estados Unidos, que solo existe durante poco más de una semana al año y que luego es desmantelado sin dejar huella. Literal —como dirían mis nietos—, sin huella.

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Para mi fortuna, Kay, reputada facilitadora en las comunidades artísticas de Seattle, forma parte de la junta directiva del misterioso enclave. El nombre de esta efímera ciudad en forma de media luna es Black Rock. Nace y muere para volver a nacer, y podría definirse como un experimento social que lleva desafiando lo que entendemos por comunidad, arte y libertad más de tres décadas.

Puede sorprender que utilice el término «ciudad», pero a los datos me remito. Este 2025, más de 80 mil personas convivieron en ese espacio de 12 kilómetros de perímetro. Miles de bicicletas, cientos de art cars y una agenda con más de 4.000 eventos. Y algo increíble: Una economía sin dinero, basada en regalar, donde todo se da y nada se vende —excepto el hielo—.

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Polaris y el desierto

Las siete horas de fila para acceder fueron la primera toma de contacto con ese polvo que nos acompañaría durante nueve días más y que todo lo invade: los poros de la piel, la comida, las conversaciones, la ropa. Incluso los sueños.

Uno se imagina que el desierto es duro, pero no se sabe cuánto hasta que se vive en carne propia. Nada escapa del polvo, ni siquiera el alma. Y lo más espectacular es que cuando crees haber entendido algo, el desierto se encarga de arrebatarte el momento de lucidez. Jamás había vivido tormentas tan brutales: vientos que doblan y comban estructuras, lluvias que convierten la arena en barro, truenos que de verdad estremecen.

El campamento en el que terminé de entre los miles reunidos, pues allí todo se organiza por campamentos, fue Polaris. En él, además de un abuelo tico, había unas 75 personas de orígenes muy dispares. Una «burbuja de Babel» en la que se escuchaban acentos procedentes de Portugal, Francia, Austria, Rumanía, Líbano, Alemania, Eslovaquia…

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Casualidad o destino, mi RV quedó junto a la zona común. Y esto resultaría significativo, pues más tarde terminaría convertida en refugio espontáneo, sala de mando en momentos de crisis e incluso confesionario en determinados momentos.

Breve inciso para recordar que en el desierto no hay alcantarillas ni alumbrado público. No hay una tubería con agua potable ni edificaciones permanentes. Cualquier cosa que se de por presente en una ciudad, allí no existe. Hasta nuestra llegada, no es más que desierto y desolación.

Naturalmente, una vez reunidos, en Polaris intentamos organizamos. Pero nadie dijo que sería fácil. Durante los primeros días, nos vimos acosados por tormentas constantes de viento y arena, lluvia intensas y truenos que desgarraban el cielo. Hubo muchas tensiones, encuentros y desencuentros a causa de las distintas formas de entender el liderazgo de unos y otros, del calor, del frío y de la frustración. Sin embargo, del aparente desorden terminaría por surgir comunidad. Compartir la dureza de las situaciones y salir adelante siempre hermana.

 

Los Diez Principios de Burning Man

El evento se rige por diez consignas. No son mandamientos, sino más bien una suerte de brújula ética, pautas establecidas por los fundadores para que todo funcione con armonía. En cierto sentido, cada uno de ellos no deja de ser una forma de desapego, el soltar ego, prejuicios, pasados, y futuros. Dejar ir para estar y vivir y sentir.

Son los siguientes:

 

  1. Inclusión radical: cualquiera es bienvenido, lo único que se precisa es la entrada, y eso lleva a poder encontrarse con gente de todo tipo.
  2. Regalar: la base de la economía del evento, dar sin esperar nada a cambio y ayudar a que todos los participantes puedan subsistir.
  3. Desmercantilización: lo que se busca es olvidar el precio de las cosas y protegerse de la cultura comercial. Como ya mencioné, lo único que se permite comprar es hielo o bebidas no alcohólicas —y el beneficio de esto se destina a organizaciones sin ánimo de lucro—.
  4. Autosuficiencia radical: inducirnos a los asistentes a descubrirnos y confiar en nosotros mismos y nuestros recursos. En este sentido, hay que estar preparado y llevar todo lo necesario para sobrevivir diez días en el desierto.
  5. Autoexpresión: a jugar sin miedo y respetar las libertades propias y de los demás, para permitir que cualquiera se exprese a través de la forma que considere, como si alguien quiere ir desnudo.
  6. Esfuerzo comunal: para dejar a un lado el individualismo y promover la cooperación y la colaboración.
  7. Responsabilidad cívica: siempre respetando la ley, cuidando de lo común y asumir las responsabilidades.
  8. No dejar huella: que tras la finalización del evento no quede rastro de nuestro paso. Lo cual es complicado y requiere muchísimo esfuerzo por parte de cada uno.
  9. Participación: se anima a participar y no solo observar. Es la naturaleza del evento, el compromiso de participación, de ser parte de un todo.
  10. Inmediatez: a vivir el momento, eje primordial, para ser capaces de reconocernos a nosotros mismos y la realidad que nos rodea a través del contacto.

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El desapego y el fuego

Son muchas las experiencias que he vivido en esa pretensión por salir del molde, muchas contadas aquí en este blog, pero puede que Burning Man haya sido, de todas ellas, la manifestación más espectacular del arte del desapego que he visto.

En el desierto, de algún modo transportados dentro de una película del universo Mad Max, todo es temporal. Todo lo que allí se levanta en cuestión de días se construye sabiendo que va a ser destruido, que allí no va a quedar nada. Es decir, se celebra sabiendo que termina.

Quien no conozca el evento, puede que a estas alturas se esté preguntando por qué ese nombre y cuál es la relación con el fuego. Bien, el nombre proviene del mismo ritual que nos llevó allí a todos: la quema de una gigantesca escultura de madera con forma de hombre y la de un templo de madera durante la noche siguiente.

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La quema del «hombre» es algo completamente asombroso. Tiene lugar durante un espectáculo pirotécnico como jamás había visto en mi vida. Fuegos artificiales y explosiones que iluminan a los miles de asistentes con luz que refleja la purificación, el renacimiento.

La quema del «templo», por otro lado, es un ritual llevado a cabo en absoluto silencio, dedicado a las personas fallecidas. En su interior se amontonan notas y fotos dejadas durante los días previos. Lo que se busca con la quema es establecer una conexión y renovar el espíritu. Este año, el arquitecto encargado del templo fue el español de origen latino Miguel Arraiz.

Ambas quemas cortan la respiración, puedo jurar que dejan sin aliento. Es una experiencia que ha de vivirse. Si al principio decía que las palabras no alcanzan, se debe precisamente a esto.

Todavía hoy, a comienzos de noviembre, cuando estoy escribiendo estas líneas, me encuentro de vez en cuando cerrando los ojos y viendo al «hombre» arder, sintiendo cómo se me abre un poquito más el alma.

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