2025 ha sido un viaje intenso y lleno de contrastes.
Empezó con un adiós muy sentido y termina con mi alma más abierta después de los encuentros familiares mágicos y serenos que solemos vivir en Escondida.

Entretanto, risas bajo un manto de luciérnagas a las afueras de Kuala Lumpur junto a mi nieto Mauricio, retiro espiritual en Kuchaman, espectaculares auroras boreales en el círculo polar ártico en compañía de Álex y amigos queridos, gozo y locura en el desierto de Nevada durante el Burning Man, la boda de Anni y Diego en Los Cabos y tanto más.
Casi un año y sigue el duelo. En enero de 2026 hará un año que perdimos a mi madre, Mayra, nuestra Aby.

Casi un año desde que nos dejara físicamente mientras contemplábamos las estrellas sobre el desierto entre Dubái y Abu Dhabi. El momento fue sobrecogedor. Envueltos en el silencio, la sentí irse, como si ascendiera. Desde entonces, su luz nos guía; se mantiene cálida en nuestros corazones. Allí es donde habita ahora.
Todavía la veo cada vez que cierro los ojos, y puedo sentirla en muchos de mis silencios. A veces, incluso, tengo el impulso de buscarla, pensando que está ahí mismo, para pedirle consejo o compartir algo con ella. Desde el Alto de las Palomas, las luces en Lindora me la recuerdan cada noche. Conversábamos como amigos adolescentes.

Un año de extremos: del dolor a la risa, de las lágrimas a la alegría más plena, de las lecciones de vergüenza a la gratitud más real y sincera. Abrazos compartidos con nuestra familia palestina en Doha y con la chilena en Miami. Un reencuentro mágico en Guadalajara después de casi cuatro décadas con Gaby y Atenas junto con sus esposos Javier e Ismael, así como otro momento felizmente inesperado con Eiza y Grigor.
Y son muchos los que querría nombrar, muchos que han dejado huella: Luisa y Jhon; Nela y Gianma; Diego y Celeste; Julio y Ashley; Pedro y Renée; Laia y Frank; Armando y Marta; Daniel y Tati; Lola y Sergio; Roberto y Marce; Carmen y Edgar; Giselle y Jorge; Allan; Mome y John; Patricia; Rodolfo y Milena; Giovanni; Nico y Josefa; Rafa y Bea; José María y Godfrey; Juan Carlos y Maruchi, Swami G, Victorien y Månika; Julio e Irene, Mario y Rocío, Luis y Aida; Adriana; Amadeo y María; Juliana; Dionisio y Ana; Carmen, Soledad y Mariana; Gabo; Bernal; Roberto; Paloma y Alejandro, Luis Diego y Laura; Bear; Tasman; Grettel; Alex; Manolo; Juanjo; Noé y Nela; Diego y Anni; José Ignacio y Cristina, Antonio y Tere; Beatriz y sus Thinking Heads… Argelia y Gustavo, gracias siempre.
Podría seguir y seguir. Las gentes de EarthOne, de Unreasonable, de Kinnernet, de Nakaloka Kutastha, de Galileo (antes G50), mis compañeros de la Metodista y del Saint Francis, del Maex y las universidades, el grupo de Noruega, la comunidad en Solaris, mis latinos del Gemba, los Xtreme de aquel Nepal inolvidable, los Comunitarios de Oro: Dirk, Alberto, Mauricio, Diego, José Francisco, Manolo…
Cuanta bendición. Una gran familia extendida, porque familia es con quien compartimos vida, Vino, habanos, single malts... Y omito a muchos queridos nombres más , perdón, porque no quiero resultar pesado. Gracias a todos. Gracias, familia.

Puedo decir que ha sido un año vivido maravillosamente a fuego lento, de amor y, sobre todo, de transformación en familia. Con mi Álex, nuestros hijos Santiago y Adriana, con nuestra nuera Stephanie y nuestros nietos Mauricio, Gastón y Rafael, con la tía Errolyn y con nuestro irremplazable Leach, con Alberto mi cuñado y hermano, con todos he reído, viajado, compartido sobremesas, muchas historias y momentos. Y que sean muchas más.
Me he permitido abrir espacio para sentir, para sufrir, dejando que el dolor y la frustración me visitarán con libertad y sin ofrecer resistencia. Y pese a todo, o quizás por esto mismo, lo que más he hecho este año es disfrutar.
También fue un año en el que decidí ignorar, porque ignoré mucho. Ignoré el fútbol, ignoré la política. Ignoré en todo lo posible noticias y discursos cuyo objetivo era escandalizar o dividir. Y no por desinterés, más bien para protegerme de lo que no me nutre. Fue una decisión del todo consciente. En lugar de molestarme con titulares, decidí prestar atención a la vida en los ojos de mis nietos, a conversaciones calmadas frente a una taza de café —a menudo para tres— y a mis adentros.
Y es que ha sido un año de exploración, de nuevas prácticas y mucha observación. Algo, esto último, que he descubierto que me gusta. Mucho.
2025 me ha enseñado con una claridad que quema, que el desapego es más urgente que nunca. Que se debe soltar lo que no sirve, lo que duele innecesariamente, lo que intoxica. Desapego en un nanosegundo de lo que desgasta y reduce. Es que hay que desprenderse del ego, del personaje, de las máscaras.
Mi principal enemigo he sido yo mismo. La lucha sigue siendo contra mis propias tonterías, mis viejos cuentos y narrativas, esa sombra que no me abandona… y que seguirá ahí. Aunque este año la he visto con más ternura y menos juicio. He empezado a reconocerla cariñosamente como parte de mí.
Por todo esto celebro el desapego. El desapego a las trampas del ego, a las voces externas que dictan cómo debería ser un hombre de mi edad, que determinan lo que debería estar haciendo o diciendo. Lo que quiero es vivir mi edad como me da la gana. Quiero ser un abuelo que baila, un esposo que escucha, un papá que abraza, un amigo que pregunta «¿cómo estás?» y se queda para oír la respuesta.
Voy para los 69. Y, si Dios quiere y la vida me lo permite, espero llegar a los 70 con buena salud, con el corazón lleno de amor y atendiendo a las conversaciones que importan. Y también quiero seguir provocando desapego. No por rebeldía, sino por amor. Porque sé que cuando soltamos, nos encontramos. Cuando dejamos de fingir, empezamos a vivir.
A propósito del desapego (y perdón por la redundancia), 2025 también ha sido el año del lanzamiento de mi primer libro: El arte del desapego. Tuve el privilegio de presentarlo en Madrid y luego en Escazú, y espero que ya pronto esté disponible en librerías de Latinoamérica. Lo que más me emociona es la posibilidad de conectar, que las palabras lleguen a cuantos más mejor y así acompañen a quien lo necesite.

Inspirar es lo que me mueve. Después de todo, no dejamos de ser máquinas llenas de emociones buscando amar antes de que se apague la luz. Como en esa obra de teatro que pude ver con Álex en Nueva York sobre dos robots que se enamoran al final de sus días y que me hizo emocionarme como un niño.

Me asomo al 2026 con ilusión. Se me antoja un año físico. Me apetece meterme en el gimnasio, hacer pesas, bajar unos kilos, comer mejor. No para encajar, sino para honrar este cuerpo que me ha traído hasta aquí. Quiero estar vigoroso para seguir cargando nietos —en emoción profunda ante el nacimiento que esperamos para el próximo julio— y así, que no me falten las fuerzas para disfrutar conversando en largas caminatas o en encuentros hasta entrada la madrugada.
No quiero despedir el año sin antes agradecer a todos los que me leen, por su presencia al otro lado de mi pantalla y por su entusiasmo.
Ojalá este texto sea un espejo para vos también. Para que recordés lo que vale la pena recordar. Para que te propongás ignorar lo que no te suma. Para que te animés a soltar, a desapegarte, a vivir con más intención.
Ojalá, ahora y siempre, nos desapeguemos de los estereotipos torpes y aprendamos que, como dice Bad Bunny: «mientras uno esté vivo, debe amar lo más que pueda».
Ojalá también podamos seguir disfrutando la creatividad, la disrupción y la genialidad, tal y como nos ha regalado Rosalía en su Lux.
Te deseo un 2026 lleno de salud, amor, lucidez y silencio cuando lo necesités.
¡A tirar muchas fotos! Que no falten la música ni los abrazos ni las pausas para mirar el cielo. Que no falten los selfies.

Que sigamos construyendo esta vida a fuego lento, sin prisas, sin máscaras, sin miedo.
Yo aquí sigo para dar amor. Compartir amor. Celebrar el amor.
Con cariño y desapego: feliz año nuevo.